domingo, 14 de junio de 2009

Lenguas vivas, Antonio Muñoz Molina

Cada idioma es un mundo. Cada idioma es el mundo, el universo entero, con su geología y su botánica, con su catálogo completo de los cuerpos celestes, de las pasiones humanas, de los nombres de los animales, de lo que está tan cerca que casi bastaría con indicarlas con un gesto y también lo más lejano y lo que no existe. Que la tarea de Adán no terminó en el Edén y que las cosas están siendo nombradas de nuevo a cada instante lo descubre quien ve a un niño que apenas empieza a hablar, señala con el índice los objetos más cotidianos y pide saber cómo se llaman, y al repetir con torpeza y con fruición esa palabra, como si paladeara un sabor nuevo, está aventurándose un paso más en su aprendizaje del mundo, que no terminará con la infancia, y ni siquiera con la vida, y que empieza cada vez que uno intenta aventurarse en otra lengua.

Jorge Luis Borges contaba que, cuando lo llevaban de niño a visitar a su abuela paterna hablaba con ella de un cierto modo, que no era el mismo que cuando iba a casa de la abuela materna: al hacerse un poco mayor se enteró de que con una hablaba en español, y con la otra, en inglés. Quien tiene dos o más lenguas desde la infancia ha ganado sin darse cuenta varios tesoros que ya le alimentan la vida y le vigorizan la inteligencia, le permiten ahondar en ese instinto gatuno del niño que se desliza sin esfuerzo por los lugares y las identidades, explorador en cada uno de ellos y al mismo tiempo sedentario habitante. El desaforado políglota Jesús Pardo, que se escapó en los años cincuenta de la España monolingüe y monócroma del franquismo, dice con razón, y con cierta envidia, que los catalanes tienen la ventaja impagable de hablar dos lenguas casi desde que nacen, y que eso es un don que les permitirá aprender fácilmente otras lenguas nuevas.

Los griegos llamaban bárbaro a quien no hablaba griego: parece ser que esa misma palabra, bárbaro, es en su origen una onomatopeya, una alusión a lo que nos parece el blabla de un idioma ininteligible. Pero un bárbaro es más bien el que se envanece en no hablar más que su lengua, considerándola tan importante, y a sí mismo tan privilegiado por dominarla, que cualquier otra es inferior, y no merece el esfuerzo de ser aprendida. En un artículo reciente, que yo recomendaría traducir y repartir por las escuelas, Daniel Barenboim, que nació en Argentina de padres judíos y rusos, se educó en Israel y trabaja en Alemania, se pregunta cuál es su identidad, cuál de todas las patrias posibles por las que ha transitado es más la suya, y acaba diciendo que se siente alemán cuando toca y dirige música alemana, e italiano en el momento en que está haciendo música italiana. Cuando uno habita, aunque transitoriamente, otra lengua, es como si habitara otra música, otro país, y el placer de hablarla, incluso el de leerla, es el de hacer un viaje y el de cambiar de vida y de país.

Pero los países tienen fronteras, y a veces están a una distancia inalcanzable. El encerrado, el que no puede viajar, emprende su modesta y valerosa huida con una gramática extranjera, y rodeado de compatriotas entre los que se siente solo halla en otra lengua el vocabulario verdadero de sus semejantes. El estudiante sin dinero, que no puede pagarse ni un billete en el tren nocturno hasta la frontera más cercana, va aprendiendo palabras nuevas, expresiones desconocidas, y cada palabra que descubre es una moneda reluciente que se añade al tesoro de su memoria y que nadie podrá quitarle nunca. Hay una codicia de palabras como la hay de dinero, y si ésta envilece el alma aquélla la ensancha al agrandarse su riqueza, aunque las dos tienen en común que no se apaciguan con facilidad. Aprender una lengua es sobre todo descubrir la amplitud de todo lo que se ignora, los matices que nunca se llegará a poseer, la proliferación selvática de las palabras que desconocemos.

No puede existir la plena ciudadanía sin la conciencia inquisitiva y respetuosa de las tierras y las formas de vida que no se parecen a las nuestras, y que, sin embargo, tienen mucho en común con nosotros. Suele decirse que para escribir hace falta sobre todo el dominio de la propia lengua, pero yo estoy seguro de que es igual de necesario viajar y perderse por otros idiomas, aprender de nuevo en ellos el misterio inaugural que hay en cada palabra.


El País Semanal, domingo 23 de febrero de 2004

1 comentario:

  1. Cuando se pierde una lengua o dialecto, con el se va una parte de la historia de este mundo. Los idiomas son una forma de interpretar la realidad y de crear sociedad y ambito social.
    Yo uso el castellano y como tal pienso y siento. En la diversidad esta la riqueza de este planeta.
    Un Abrazo.

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