jueves, 31 de mayo de 2012

Dedicado a Federico García Lorca, fragmentos de "España en el corazón"

Aquí comparto con Ustedes dos fragmentos del quinto capítulo de Confieso que he vivido, el libro autobiográfico más interesante y poético que he leído hasta ahora. En  "España en el corazón", Pablo Neruda cuenta sus años de juventud vividos en España, creciendo como poeta, peleando contra el franquismo y entablando amistades que fueron más allá de la muerte, como con el poeta granadino Federico García Lorca. 
Mucha emoción por el relato pero cuánta indignación por el asesinato del joven poeta! 

España en el corazón

COMO ERA FEDERICO
Un largo viaje por mar de dos meses me devolvió a Chile en 1932. Ahí publiqué El hondero entusiasta, que andaba extraviado en mis papeles, y Residencia en la tierra, que había escrito en Oriente. En 1933 me designaron cónsul de Chile en Buenos Aires, donde llegué en el mes de agosto. Casi al mismo tiempo llegó a esa ciudad Federico García Lorca, para dirigir y estrenar su tragedia teatral Bodas de sangre, en la compañía de Lola Membrives. Aún no nos conocíamos, pero nos conocimos en Buenos Aires y muchas veces fuimos festejados juntos por escritores y amigos. Por cierto que no faltaron las incidencias. Federico tenía contradictores. A mí también me pasaba y me sigue pasando lo mismo. Estos contradictores se sienten estimulados y quieren apagar la luz para que a uno no lo vean. Así sucedió aquella vez. Como había interés en asistir al banquete que nos ofrecía el Pen Club en el Hotel Plaza, a Federico y a mí, alguien hizo funcionar los teléfonos todo el día para notificar que el homenaje se había suspendido. Y fueron tan acuciosos que llamaron incluso al director del hotel, a la telefonista y al cocinero—jefe para que no recibieran adhesiones ni prepararan la comida. Pero se desbarató la maniobra y al fin estuvimos reunidos Federico García Lorca y yo, entre cien escritores argentinos.
Dimos una gran sorpresa. Habíamos preparado un discurso a alimón. Ustedes probablemente no saben lo que significa esa palabra y yo tampoco lo sabía. Federico, que estaba siempre lleno de invenciones y ocurrencias, me explicó:
Federico
"Dos toreros pueden torear al mismo tiempo el mismo toro y con un único capote. Esta es una de las pruebas más peligrosas del arte taurino. Por eso se ve muy pocas veces. No más de dos o tres veces en un siglo y sólo pueden hacerlo dos toreros que sean hermanos o que, por lo menos, tengan sangre común. Esto es lo que se llama torear al alimón. Y esto es lo que haremos en un discurso." Y esto es lo que hicimos, pero nadie lo sabía. Cuando nos levantamos para agradecer al presidente del Pen Club el ofrecimiento del banquete, nos levantamos al mismo tiempo, cual dos toreros, para un solo discurso. Como la comida era en mesitas separadas, Federico estaba en una punta y yo en la otra, de modo que la gente por un lado me tiraba a mí de la chaqueta para que me sentara creyendo en una equivocación, y por el otro hacían lo mismo con Federico. Empezamos, pues, a hablar al mismo tiempo diciendo yo "Señoras" y continuando él con "Señores", entrelazando hasta el fin nuestras frases de manera que pareció una sola unidad hasta que dejamos de hablar. Aquel discurso fue dedicado a Rubén Darío, porque tanto García Lorca como yo, sin que se nos pudiera sospechar de modernistas, celebrábamos a Rubén Darío como uno de los grandes creadores del lenguaje poético en el idioma español.
He aquí el texto del discurso:
NERUDA: Señoras...
LORCA: ...y señores: Existe en la fiesta de los toros una suerte llamada "toreo del alimón", en que dos toreros hurtan su cuerpo al toro cogidos de la misma capa.
NERUDA: Federico y yo, amarrados por un alambre eléctrico, vamos a parear y a responder esta recepción muy decisiva.
LORCA: Es costumbre en estas reuniones que los poetas muestren su palabra viva, plata o madera, y saluden con su voz propia a sus compañeros y amigos.
NERUDA: Pero nosotros vamos a establecer entre vosotros un muerto, un comensal viudo, oscuro en las tinieblas de una muerte más grande que otras muertes, viudo de la vida, de quien fuera en su hora marido deslumbrante, nos vamos a esconder bajo su sombra ardiendo, vamos a repetir su nombre hasta que su poder salte del olvido.
LORCA: Nosotros vamos, después de enviar nuestro abrazo con ternura de pingüino al delicado poeta Amado Villar, vamos a lanzar un gran nombre sobre el mantel, en la seguridad de que se han de romper las copas, han de saltar los tenedores, buscando el ojo que ellos ansían, y un golpe de mar ha de manchar los manteles. Nosotros vamos a nombrar al poeta de América y de España: Rubén...
NERUDA: Darío. Porque, señoras...
LORCA: y señores...
NERUDA: ¿Dónde está, en Buenos Aires, la plaza de Rubén Darío?
LORCA: ¿Dónde está la estatua de Rubén Darío?
NERUDA: El amaba los parques. ¿Dónde está el parque Rubén Darío?
LORCA: ¿Dónde está la tienda de rosas de Rubén Darío?
NERUDA: ¿Dónde está el manzano y las manzanas de Rubén Darío?
LORCA: ¿Dónde está la mano cortada de Rubén Darío?
NERUDA: ¿Dónde está el aceite, la resina, el cisne de Rubén Darío?
LORCA: Rubén Darío duerme en su "Nicaragua natal" bajo su espantoso león de marmolina, como esos leones que los ricos ponen en los portales de sus casas.
NERUDA: Un león de botica al fundador de leones, un león sin estrellas a quien dedicaba estrellas.
LORCA: Dio el rumor de la selva con un adjetivo, y como fray Luis de Granada, jefe de idiomas, hizo signos estelares con el limón, y la pata de ciervo, y los moluscos llenos de terror e infinito: nos puso al mar con fragatas y sombras en las niñas de nuestros ojos y construyó un enorme paseo de gin sobre la tarde más gris que ha tenido el cielo, y saludó de tú a tú el ábrego oscuro, todo pecho, como un poeta romántico, y puso la mano sobre el capitel corintio con una duda irónica y triste de todas las épocas.
NERUDA: Merece su nombre rojo recordarlo en sus direcciones esenciales con sus terribles dolores del corazón, su incertidumbre incandescente, su descenso a los espirales del infierno, su subida a los castillos de la fama, sus atributos de poeta grande, desde entonces y para siempre e imprescindible.
LORCA: Como poeta español enseñó en España a los viejos maestros y a los niños, con un sentido de universalidad y de generosidad que hace falta en los poetas actuales. Enseñó a ValleInclán y a Juan Ramón Jiménez, y a los hermanos Machado, y su voz fue agua y salitre, en el surco del venerable idioma. Desde Rodrigo Caro a los Argensolas o don Juan Arguijo no había tenido el español fiestas de palabras, choques de consonantes, luces y forma como en Rubén Darío. Desde el paisaje de Velázquez y la hoguera de Goya y desde la melancolía de Quevedo al culto color manzana de las payesas mallorquinas, Darío paseó la tierra de España como su propia tierra.
NERUDA: Lo trajo a Chile, una marea, el mar caliente del Norte, y lo dejó allí el mar, abandonado en costa dura y dentada, y el océano lo golpeaba con espumas y campanas, y el viento negro de Valparaíso lo llenaba de sal sonora. Hagamos esta noche su estatua con el aire atravesada por el humo y la voz y por las circunstancias, y por la vida, como ésta su poética magnífica, atravesada por sueños y sonidos.
LORCA: Pero sobre esta estatua de aire yo quiero poner su sangre como un ramo de coral agitado por la marea, sus nervios idénticos a la fotografía de un grupo de rayos, su cabeza de minotauro, donde la nieve gongorina es pintada por un vuelo de colibríes, sus ojos vagos y ausentes de millonario de lágrimas, y también sus defectos. Las estanterías comidas ya por losjaramagos, donde suenan vacíos de flauta, las botellas de coñac de su dramática embriaguez, y su mal gusto encantador, y sus ripios descarados que llenan de humanidad la muchedumbre de sus versos. Fuera de normas, formas y espuelas queda en pie la fecunda sustancia de su gran poesía.
NERUDA: Federico García Lorca, español, y yo, chileno, declinamos la responsabilidad de esta noche de camaradas, hacia esa gran sombra que cantó más altamente que nosotros, y saludó con voz inusitada a la tierra argentina que posamos.
LORCA: Pablo Neruda, chileno, y yo, español, coincidimos en el idioma y en el gran poeta nicaragüense, argentino, chileno y español, Rubén Darío.
NERUDA y LORCA: Por cuyo homenaje y gloria levantamos nuestro vaso.
Recuerdo que una vez recibí de Federico un apoyo inesperado en una aventura erótico—cósmica. Habíamos sido invitados una noche por un millonario de esos que sólo la Argentina o los Estados Unidos podía producir. Se trataba de un hombre rebelde y autodidacta que había hecho una fortuna fabulosa con un periódico sensacionalista. Su casa, rodeada por un inmenso parque, era la encarnación de los sueños de un vibrante nuevo rico. Centenares de jaulas de faisanes de todos los colores y de todos los países orillaban e camino. La biblioteca estaba cubierta sólo de libros antiquísimos que compraba por cable en las subastas de bibliógrafos europeos, y además era extensa y estaba repleta. Pero lo más espectacular era que el piso de esta enorme sala de lectura se revestía totalmente con pieles de pantera cosidas unas a otras hasta formar un solo y gigantesco tapiz. Supe que el hombre tenía agentes en Africa, en Asia y en el Amazonas destinados exclusivamente a recolectar pellejos de leopardos, ozelotes, gatos fenomenales, cuyos lunares estaban ahora brillando bajo mis pies en la fastuosa biblioteca.
Así eran las cosas en la casa del famoso Natalio Botana, capitalista poderoso, dominador de la opinión pública en Buenos Aires. Federico y yo nos sentamos a la mesa cerca del dueño de casa y frente a una poetisa alta, rubia y vaporosa, que dirigió sus ojos verdes más a mí que a Federico durante la comida. Esta consistía en un buey entero llevado a las brasas mismas y a la ceniza en una colosal angarilla que portaban sobre los hombros ocho o diez gauchos. La noche era rabiosamente azul y estrellada. El perfume del asado con cuero, invención sublime de los argentinos, se mezclaba al aire de la pampa, a las fragancias del trébol y la menta, al murmullo de miles de grillos y renacuajos.
Nos levantamos después de comer, junto con la poetisa y con Federico que todo lo celebraba y todo lo reía. Nos alejamos hacia la piscina iluminada. García Lorca iba delante y no dejaba de reír y de hablar. Estaba feliz. Esa era su costumbre. La felicidad era su piel. Dominando la piscina luminosa se levantaba una alta torre. Su blancura de cal fosforecía bajo las luces nocturnas.
Subimos lentamente hasta el mirador más alto de la torre. Arriba los tres, poetas de diferentes estilos, nos quedamos separados del mundo. El ojo azul de la piscina brillaba desde abajo. Más lejos se oían las guitarras y las canciones de la fiesta. La noche, encima de nosotros, estaba tan cercana y estrellada que parecía atrapar nuestras cabezas, sumergirlas en su profundidad.
Tomé en mis brazos a la muchacha alta y dorada y, al besarla, me di cuenta de que era una mujer carnal y compacta, hecha y derecha. Ante la sorpresa de Federico nos tendimos en el suelo del mirador, y ya comenzaba yo a desvestirla, cuando advertí sobre y cerca de nosotros los ojos desmesurados de Federico, que nos miraba sin atreverse a creer lo que estaba pasando.
—¡Largo de aquí! ¡Ándate y cuida de que no suba nadie por la escalera! —le grité.
Mientras el sacrificio al cielo estrellado y a Afrodita nocturna se consumaba en lo alto de la torre, Federico corrió alegremente a cumplir su misión de Celestino y centinela, pero con tal apresuramiento y tan mala fortuna que rodó por los escalones oscuros de la torre. Tuvimos que auxiliarlo mi amiga y yo, con muchas dificultades. La cojera le duró quince días.

Pablo
EL CRIMEN FUE EN GRANADA
Justamente cuando escribo estas líneas, la España oficial celebra muchos —¡tantos!—años de insurrección cumplida. En este momento, en Madrid, el Caudillo vestido de oro y azul, rodeado por la guardia mora, junto al embajador norteamericano, al de Inglaterra y a varios más, pasa revista a las tropas. Unas tropas compuestas, en su mayoría, de muchachos que no conocieron aquella guerra.
Yo sí la conocí. ¡Un millón de españoles muertos! ¡Un millón de exilados! Parecería que jamás se borraría de la conciencia humana esa espina sangrante. Sin embargo, los muchachos que ahora desfilan frente a la guardia mora, ignoran tal vez la verdad de esa historia tremenda.
Todo empezó para mí la noche del 19 de julio de 1936. Un chileno simpático y aventurero, llamado Bobby Deglané, era empresario de catch—as—can en el gran circo Price de Madrid. Le manifesté mis reservas sobre la seriedad de ese "deporte", y él me convenció de que fuera al circo, junto con García Lorca, a verificar la autenticidad del espectáculo. Convencí a Federico y quedamos en encontrarnos allí a una hora convenida. Pasaríamos el rato viendo las truculencias del Troglodita Enmascarado, del Estrangulador Abisinio y del Orangután Siniestro.
Federico faltó a la cita. Ya iba camino de su muerte. Ya nunca más nos vimos. Su cita era con otros estranguladores. Y de ese modo la guerra de España, que cambió mi poesía, comenzó para mí con la desaparición de un poeta.
¡Qué poeta! Nunca he visto reunidos como en él la gracia y el genio, el corazón alado y la cascada cristalina. Federico García Lorca era el duende derrochador, la alegría centrífuga que recogía en su seno e irradiaba como un planeta la felicidad de vivir. Ingenuo y comediante, cósmico y provinciano, músico singular, espléndido mimo, espantadizo y supersticioso, radiante y gentil, era una especie de resumen de las edades de España, del florecimiento popular; un producto arábigo—andaluz que iluminaba y perfumaba como un jazminero toda la escena de aquella España, ¡ay de mí!, desaparecida.
A mí me seducía el gran poder metafórico de García Lorca y me interesaba todo cuanto escribía. Por su parte, él me pedía a veces que le leyera mis últimos poemas y, a media lectura, me interrumpía a voces: "¡No sigas, no sigas, que me influencias!".
En el teatro y en el silencio, en la multitud y en el decoro, era un multiplicador e la hermosura. Nunca vi un tipo con tanta magia en las manos, nunca tuve un hermano más alegre. Reía, cantaba, musicaba, saltaba, inventaba, chisporroteaba. Pobrecillo, tenía todos los dones del mundo, y así como fue un trabajador de oro, un abejón colmenar de la gran poesía, era un manirroto de su ingenio.
—Escucha —me decía, tomándome de un brazo—, ¿ves esa ventana? ¿No la hallas chorpatélica?
—¿Y qué significa chorpatélico?
—Yo tampoco lo sé, pero hay que darse cuenta de lo que es o no es chorpatélico. De otra manera uno está perdido. Mira ese perro, ¡qué chorpatélico es!
O me contaba que en un colegio de niños de corta edad, en Granada, le invitaron a una conmemoración del Quijote, y que cuando llegó a las aulas, todos los niños cantaron bajo la dirección de la directora:
Siempre siempre será celebrado desde el uno hasta el otro confín este libro que fue comentado por don F. Rodríguez Marín.
Una vez dicté yo una conferencia sobre García Lorca, años después de su muerte, y uno del público me preguntó:
¿Por qué dice usted en la "Oda a Federico" que por él "pintan de azul los hospitales"?
—Mire, compañero —le respondí—, hacerle preguntas de ese tipo a un poeta es como preguntarle la edad a las mujeres. La poesía no es una materia estática, sino una corriente fluida que muchas veces se escapa de las manos del propio creador. Su materia prima está hecha de elementos que son y al mismo tiempo no son, de cosas existentes e inexistentes. De todos modos, trataré de responderle con sinceridad. Para mí el color azul es el más bello de los colores. Tiene la implicación del espacio humano, como la bóveda celeste, hacia la libertad y la alegría. La presencia de Federico, su magia personal, imponían una atmósfera de júbilo a su alrededor. Mi verso probablemente quiere decir que incluso los hospitales, incluso la tristeza de los hospitales, podían transformarse bajo el hechizo de su influencia y verse convertidos de pronto en bellos edificios azules.
Federico tuvo un preconocimiento de su muerte. Una vez que volvía de una gira teatral me llamó para contarme un suceso muy extraño. Con los artistas de "La Barraca" había llegado a un lejanísimo pueblo de Castilla y acamparon en los aledaños. Fatigado por las preocupaciones del viaje, Federico no dormía. Al amanecer se levantó y salió a vagar solo por los alrededores. Hacía frío, ese frío de cuchillo que Castilla tiene reservado al viajero, al intruso. La niebla se desprendía en masas blancas y todo lo convertía a su dimensión fantasmagórica.
Una gran verja de fierro oxidado. Estatuas y columnas rotas, caídas entre la hojarasca. En la puerta de un viejo dominio se detuvo. Era la entrada al extenso parque de una finca feudal. El abandono, la hora y el frío hacían la soledad más penetrante. Federico se sintió de pronto agobiado por lo que saldría de aquel amanecer, por algo confuso que allí tenía que suceder. Se sentó en un capitel caído. Un cordero pequeñito llegó a ramonear las yerbas entre las ruinas y su aparición era como un pequeño ángel de niebla que humanizaba de pronto la soledad, cayendo como un pétalo de ternura sobre la soledad del paraje. El poeta se sintió acompañado. De pronto, una piara de cerdos entró también al recinto. Eran cuatro o cinco bestias oscuras, cerdos negros semisalvajes con hambre cerril y pezuñas de piedra. Federico presenció entonces una escena de espanto. Los cerdos se echaron sobre el cordero y junto al horror del poeta lo despedazaron y devoraron.
Esta escena de sangre y soledad hizo que Federico ordenara a su teatro ambulante continuar inmediatamente el camino. Transido de horror todavía, tres meses antes de la guerra civil, Federico me contaba esta historia terrible. Yo vi después, con mayor y mayor claridad, que aquel suceso fue la  representación anticipada de su muerte, la premonición de su increíble tragedia.
Federico García Lorca no fue fusilado; fue asesinado. Naturalmente nadie podía pensar que le matarían alguna vez. De todos los poetas de España era el más amado, el más querido, y el más semejante a un niño por su maravillosa alegría. ¿Quién pudiera creer que hubiera sobre la tierra, y sobre su tierra, monstruos capaces de un crimen tan inexplicable?
La incidencia de aquel crimen fue para mí la más dolorosa de una larga lucha. Siempre fue España un campo de gladiadores; una tierra con mucha sangre. La plaza de toros, con su sacrificio y su elegancia cruel, repite, engalanada de farándula, el antiguo combate mortal entre la sombra y la luz. La Inquisición encarcela a fray Luis de León; Quevedo padece en su calabozo; Colón camina con grillos en los pies. Y el gran espectáculo fue el osario en El Escorial, como ahora lo es el Monumento a los Caídos, con una cruz sobre un millón de muertos y sobre incontables y oscuras prisiones.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario